Ignacio Manuel Altamirano

Ignacio Manuel Altamirano

Poeta, Abogado, Escritor, Periodista, Maestro y Político Mexicano cuyo nombre completo es Ignacio Manuel Altamirano

Tixtla, Guerrero, México, 1834 - San Remo, Italia, 1893

3 Poesías de Ignacio Manuel Altamirano

Poemas más populares de Ignacio Manuel Altamirano


La salida del sol

A brotan del naciente
Los primeros resplandores,
Dorando las altas cimas
De los encumbrados montes.
Las neblinas de los valles
Hacia las alturas corren,
Y de las rocas se cuelgan
O en las cañadas se esconden.
En ascuas de oro convierten
Del astro-rey los fulgores,
Del mar que duerme tranquilo
Las mansas ondas salobres.
Sus hilos tiende el rocío
De diamantes tembladores,
En la alfombra de los prados
Y en el manto de los bosques.
Sobre ia verde ladera
Que esmaltan gallardas flores.
Elevan su frente altiva
Los enhiestos girasoles,
Y las caléndulas rojas
Vierten al pie sus olores.
Las amarillas retamas
Visten las colinas, donde
Se ocultan pardas y alegres
Las chozas de los pastores.
Purpúrea el agua del río
Lame de esmeralda el borde,
Que con sus hojas encubren
Los plátanos cimbradores;
Mientras que allá en la montaña,
Flotando en la peña enorme,
La cascada se reviste
Del iris con los colores.
El ganado en las llanuras
Trisca alegre, salta y corre;
Cantan las aves, y zumban
Mil insectos bullidores
Que el rayo del sol anima,
Que pronto mata la noche.
En tanto el sol se levanta
Sobre el lejano horizonte.
Bajo la bóveda limpia
De un cielo sereno... Entonces
Sus fatigosas tareas
Suspenden los labradores,
Y un santo respeto embarga
Sus sencillos corazones.
En el valle, en la floresta,
En el mar, en todo el orbe
Se escuchan himnos sagrados.
Misteriosas oraciones;
Porque el mundo en esta hora
Es altar inmenso, en donde
La gratitud de los seres
Su tierno holocausto pone;
Y Dios, que todos los días
Ofrenda tan santa acoge,
La enciende del Sol que nace
Con los puros resplandores.

Ignacio M. Altamirano.


Poema La salida del sol de Ignacio Manuel Altamirano con fondo de libro

Flor del alba

AS montañas del Oriente
La luna traspuso ya.
El gran lucero del alba
Mírase apenas brillar
Al través de los nacientes
Rayos de luz matinal;
Bajo su manto de niebla
Gime soñoliento el mar,
Y el céfiro en las praderas
Tibio despertando va.

De la sonrosada aurora
Con la dulce claridad,
Todo se anima y se mueve,
Todo se siente agitar:
El águila allá en las rocas
Con fiereza y majestad
Erguida ve el horizonte
Por donde el sol nacerá;
Mientras que el tigre gallardo
Y el receloso jaguar
Se alejan buscando asilo
Del bosque en la obscuridad.

Los alciones, en bandadas
Rasgando los aires van,
Y el «madrugador» comienza
Las aves a despertar:
Aquí salta en las caobas
El pomposo «cardenal»,
Y alegres los guacamayos
Aparecen más allá.

El «aní» canta en los mangles.
En el ébano el «turpial»,
El «centzontli» entre las ceibas.
La alondra en el arrayán.
En los maizales el tordo
Y el mirlo en el arrozal.

Desde su trono la orquídea
Vierte de aroma un raudal.
Con su guirnalda de nieve.
Se corona el guayacán,
Abre el algodón sus rosas.
El ilamo su azahar,
Mientras que lluvia de aljófar
Se ostenta en el cafetal,
Y el nelumbio en los remansos
Se inclina el agua a besar.

Allá en la cabaña humilde
Turban del sueño la paz
En que el labriego reposa.
Los gallos con su cantar;
El anciano a la familia
Despierta con tierno afán,
Y la campana del «Barrio»
Invita al cristiano a orar.

Entonces, niña hechicera,
De la choza en el umbral
Asoma, que «Flor del alba»
La gente ha dado en llamar.
El candor del cielo tiñe
Su semblante virginal,
Y la luz de la modestia
Resplandece en su mirar.

Alta, gallarda y apenas
Quince abriles contará;
De azabache es su cabello,
Sus labios, bermejos más
Que las flores del granado.
La púrpura y el coral;
Si sonríen, blancas perlas
Menudas hacen brillar.

Ya sale airosa, llevando
El cántaro en el «yagual»,
Sobre la erguida cabeza
Que apenas mueve al andar;
Cruza el sendero de mirtos,
Y cabe un cañaveral,
Donde hay una cruz antigua,
Bajo el techo de un palmar,
Plantada sobre las peñas
Musgosas de un manantial.

Arrodillada la niña
Humilde se pone a orar,
Al arroyuelo mezclando
Sus lágrimas de piedad.

Luego sube a la colina
Desde donde se ve el mar,
Y allí, con mirada inquieta,
Buscando afanosa está
Una barca entre las brumas
Que ahuyenta ledo el terral;

Los campesinos alegres
Que a los maizales se van,
Al verla así, la bendicen,
Y la arrojan al pasar
«Maravillas» olorosas
De las cercas del «bajial»,
Que es la bella «Flor del alba»,
La dulce y buena deidad
Que adoran los corazones
De aquel humilde lugar.

Ignacio M. Altamirano.


Poema Flor del alba de Ignacio Manuel Altamirano con fondo de libro

El Atoyac

ABRASE el sol de Julio las playas arenosas
Que azota con sus tumbos embravecido el mar,
Y opongan en su lucha, las aguas orgullosas,
Al encendido rayo su ronco rebramar.

Tú corres blandamente bajo la fresca sombra
Que el mangle con sus ramas espesas te formó:
Y duermen tus remansos en la mullida alfombra
Que dulce primavera de flores matizó.

Tú juegas en las grutas, que forma en tus riberas
De ceibas y parotas el bosque colosal:
Y plácido murmuras al pie de las palmeras
Que esbeltas se retratan en tu onda de cristal.

En este edén divino que esconde aquí la costa.
El sol ya no penetra con rayo abrasador:
Su luz, cayendo tibia, los árboles no agosta,
Y en tu enramada espesa se tiñe de verdor.

Aquí sólo se escuchan murmullos mil süaves,
El blando son que forman tus linfas al correr,
La planta cuando crece, y el canto de las aves,
Y el aura que suspira, las ramas al mecer.

Osténtanse las flores que cuelgan de tu techo
En mil y mil guirnaldas para adornar tu sien:
Y el gigantesco loto que brota de tu lecho,
Con frescos ramilletes inclínase también.

Se dobla en tus orillas, cimbrándose, el papayo,
El mango con sus pomas de oro y de carmín:
Y en los ilamos saltan gozoso el papagayo,
El ronco carpintero y el dulce colorín.

Y cuando el sol se oculta detrás de los palmares,
Y en tu salvaje templo comienza a obscurecer,
Del ave te saludan los últimos cantares
Que lleva de los vientos el vuelo postrimer.

La noche viene tibia; se cuelga ya brillando
La blanca luna, en medio de un cielo de zafir;
Y todo allá en los bosques se encoge y va callando,
Y todo en tus riberas empieza ya a dormir.

Entonces en tu lecho de arena aletargado.
Cubriéndote las palmas con lúgubre capuz,
También te vas durmiendo, apenas alumbrado
Del astro de la noche por la argentada luz.

Y así resbalas muelle; ni turban tu reposo
Del remo de las barcas el tímido rumor,
Ni el brinco repentino del pez que huye medroso
En busca de las peñas que esquiva el pescador;

Ni el silbo de los grillos que se alza en los esteros,
Ni el ronco que a los aires los caracoles dan,
Ni el huaco vigilante que en gritos lastimeros
Inquieta entre los juncos el sueño del caimán.

En tanto, los cocuyos en polvo refulgente
Salpican los umbrosos yerbajes del huamil,
Y las obscuras malvas del algodón naciente
Que crece de las cañas de maiz en el carril.

Y en tanto en la cabaña la joven que se mece
En la ligera hamaca y en lánguido vaivén,
Arrúllase cantando la zamba que entristece,
Mezclando con las trovas el suspirar también.

Mas de repente, al aire resuenan los bordones
Del arpa de la costa con incitante son,
Y agítanse y preludian la flor de las canciones,
La dulce malagueña que alegra el corazón.

Entonces de los Barrios la turba placentera,
En pos del arpa, el bosque comienza a recorrer,
Y todo en breve es fiesta y danza en su ribera,
Y todo amor, y cantos y risas de placer.

Así transcurren breves y sin sentir las horas;
Y de tus blandos sueños en medio del sopor,
Escuchas a tus hijas, morenas seductoras,
Que entonan a la luna sus cántigas de amor.

Las aves en sus nidos, de dicha se estremecen,
Los floripondios se abren, su esencia a derramar;
Los céfiros despiertan y suspirar parecen,
Tus aves en el álveo se sienten palpitar.

Las palmas se entrelazan; la luz, en sus caricias.
Destierra de tu lecho la triste obscuridad;
Las flores a las auras inundan de delicias...
Y sólo el alma siente su triste soledad.

Adiós, callado río: tus verdes y risueñas
Orillas no entristezcan las quejas del pesar;
Que oírlas sólo deben las solitarias peñas
Que azota con sus tumbos embravecido el mar.

Tú queda reflejando la luna en tus cristales
Que pasan en tus bordes tupidos a mecer
Los verdes ahuejotes y azules carrizales
Que al sueño, ya rendidos, volviéronse a caer.

Tú corre blandamente bajo la fresca sombra
Que el mangle con sus ramas espesas te formó,
Y duerman tus remansos en la mullida alfombra
Que alegre primavera de flores matizó.


Poema El Atoyac de Ignacio Manuel Altamirano con fondo de libro

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